El tratado de prohibición nuclear empieza a cobrar fuerza
- Dario D'Atri
- 10 abr
- 8 Min. de lectura

Por Olamide Samuel | Bulletin of the Atomic Scientists
Publicado originalmente, en inglés, (The Bulletin): "Once seen as a symbolic protest, the nuclear ban treaty is growing teeth"
En medio de la guerra de Rusia en Ucrania, la retórica nuclear beligerante y el giro inesperado de Estados Unidos respecto a sus tradicionales alianzas transatlánticas, el temor a un conflicto nuclear está llevando a los gobiernos europeos a explorar nuevas formas de protegerse. El mes pasado, los líderes de la Unión Europea aprobaron un ambicioso programa de militarización independiente del apoyo estadounidense; Francia está considerando extender su disuasión nuclear a todo el continente; y algunos países han resucitado planes de defensa civil propios de la Guerra Fría. Alemania, por ejemplo, ha probado una aplicación móvil para dirigir a los ciudadanos al refugio antiaéreo más cercano, mientras que Noruega está reintroduciendo la obligatoriedad de incluir refugios en todas las nuevas construcciones. La propia UE ha instado a sus ciudadanos a almacenar suministros suficientes para 72 horas, ante la presencia de “amenazas emergentes”.
Pero, ¿qué ocurre con el resto del mundo? Incluso un uso “limitado” de armas nucleares difícilmente se circunscribiría a una sola región; un conflicto nuclear, de cualquier tipo, difícilmente lo haría. La lluvia radiactiva, la alteración climática y los impactos económicos pueden traspasar fronteras y continentes, lo que significa que ningún país está realmente a salvo del peligro. Las naciones alejadas del epicentro—participen o no en el conflicto—podrían enfrentar crisis alimentarias, migraciones masivas y otras catástrofes en cascada. En resumen: si se emplean armas nucleares en cualquier parte, la seguridad de todos se ve comprometida.
La supervivencia requiere una atención sistémica—cooperación internacional, gobernanza del riesgo y diplomacia global—que ofrezca una protección más significativa que cualquier arsenal o refugio. La popularización de los debates sobre defensa civil, aunque tranquilizadores en su simplicidad, revela un fracaso colectivo a la hora de afrontar las causas profundas de estos temores. La supervivencia a largo plazo de la humanidad depende de esfuerzos globales por reducir los riesgos que nos amenazan.
El Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN) (Argentina no firmó el TPAN) es uno de esos esfuerzos globales. En sus inicios, los críticos lo desestimaron como un gesto meramente simbólico—un “tratado de protesta” sin impacto real en la seguridad global. Sin embargo, los acontecimientos recientes sugieren que el tratado está ganando fuerza. En noviembre de 2024, los Estados parte del TPAN lograron que la Asamblea General de las Naciones Unidas iniciase un estudio científico integral sobre los efectos de una guerra nuclear. Y en la más reciente reunión del tratado en marzo—en la que participé—se presentó en la sede de la ONU en Nueva York un informe detallado que articulaba las preocupaciones de seguridad de los países no poseedores de armas nucleares.
Estos pasos representan un hito para el tratado, que comienza a consolidarse como un espacio clave para deliberaciones diplomáticas serias sobre la seguridad nuclear, en un momento crítico en el que muchos de los acuerdos y foros tradicionales de control de armas están estancados o han colapsado. Gracias en gran parte al TPAN, se ha abierto un nuevo espacio que permite examinar, con franqueza y rigor, las consecuencias humanas y medioambientales catastróficas del uso de armas nucleares, y evidenciar los riesgos intrínsecos de la doctrina de disuasión nuclear.
Reparando el vacío diplomático en materia nuclear. Durante décadas, los acuerdos internacionales de control armamentístico han fracasado a la hora de atender las inquietudes de los Estados sin armas nucleares. El Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP)—básicamente un pacto entre los países poseedores y no poseedores de armas—prometía el desarme eventual, pero el progreso ha sido ínfimo. Las potencias principales han retrocedido: el Tratado INF (de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio) ya es historia, y el último pacto entre Estados Unidos y Rusia, el Nuevo START, se encuentra en estado crítico y expirará en menos de un año. Los foros tradicionales como la Conferencia de Desarme de la ONU llevan años bloqueados.
Mientras tanto, las preocupaciones de seguridad de los países no nucleares han sido sistemáticamente ignoradas. En los encuentros de tratados como el TNP, el foco suele estar en impedir que las armas nucleares caigan en “malas manos”, pero ¿qué hay del peligro que representan las armas que ya poseen las grandes potencias? Para un país sin arsenal nuclear, la amenaza de lluvia radiactiva cruzando sus fronteras o un “invierno nuclear” provocando hambruna es una amenaza existencial. Sin embargo, en los foros tradicionales, los Estados nucleares y sus aliados han minimizado estas preocupaciones, insistiendo en que sus doctrinas de disuasión preservan la paz.
En este contexto, los Estados parte del TPAN han cambiado el enfoque y abordado directamente estas cuestiones. En la tercera reunión de Estados parte del tratado, a principios de 2025, se presentó un informe sobre las preocupaciones de seguridad de los Estados que viven bajo la sombra de las armas nucleares. Esta acción demuestra que los países del tratado no solo persiguen ideales de desarme, sino que también desean articular sus prioridades de seguridad concretas en un mundo con amenazas nucleares persistentes.
El informe, basado en aportes de Estados del TPAN, expertos y organizaciones no gubernamentales tras la segunda reunión del tratado en 2023, desafía la idea de que la disuasión nuclear aporta estabilidad y seguridad. Se afirma que “la disuasión nuclear es un enfoque peligroso, erróneo e inaceptable para la seguridad”. El texto redefine los impactos humanitarios de las armas nucleares como preocupaciones de seguridad nacional para los Estados no nucleares, explicando por qué: una sola detonación nuclear no solo devastaría el objetivo inmediato; podría inutilizar redes eléctricas mediante pulsos electromagnéticos y contaminar regiones enteras con radiación. Y el daño no se detendría ahí. Se describen impactos “transfronterizos”: migraciones masivas de personas que huyen de zonas irradiadas, colapso de los servicios de emergencia, ruptura de cadenas globales de suministro alimentario y médico, y la posible desintegración del orden público, incluso lejos del epicentro.
En otras palabras, una guerra nuclear en cualquier parte pone en peligro a personas en todas partes. Dado que la seguridad existencial de los Estados no nucleares sigue dependiendo de las prioridades de seguridad de unas pocas potencias nucleares, el informe redefine esas consecuencias humanitarias como preocupaciones de seguridad fundamentales para todos los Estados: “Desde la perspectiva de los Estados parte del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares, las decisiones políticas respecto a las armas nucleares deberían basarse, principalmente, en hechos científicos disponibles sobre sus consecuencias y riesgos, y no en los inciertos beneficios de la disuasión nuclear”.
Lo que sabemos y lo que no sabemos. El último estudio mandatado por la ONU sobre los impactos de la guerra nuclear, realizado por el Comité Científico de las Naciones Unidas sobre los Efectos de las Radiaciones Atómicas (UNSCEAR) en 1988, fue una evaluación histórica que estableció consenso científico sobre la amenaza global del invierno nuclear. No obstante, dicho estudio está hoy desfasado. En los 37 años transcurridos, los avances en modelización climática y ciencia ambiental permiten simulaciones más precisas de los efectos atmosféricos derivados del polvo y el hollín tras detonaciones nucleares, lo que facilita evaluar los impactos en cascada de un conflicto atómico.
Estudios posteriores, como los de Alan Robock y Brian Toon en las décadas de 2000 y 2010, y un estudio de 2019 sobre las consecuencias alimentarias y sanitarias globales de una guerra nuclear entre India y Pakistán, han enriquecido el debate. Aunque valiosos, estos trabajos independientes no han logrado generar una comprensión generalizada del alcance real del impacto nuclear.
Nuestra ignorancia, en cierto modo, es deliberada. Los efectos de la guerra nuclear se analizan frecuentemente desde una óptica militar, centrada en las consecuencias inmediatas, sin tener en cuenta los efectos ambientales, sociales y humanos a largo plazo.
Para abordar esta laguna, el Grupo Asesor Científico del TPAN recomendó en 2023 que la ONU mandara una nueva evaluación. En noviembre, una resolución que establecía un Panel Científico Independiente sobre los Efectos de la Guerra Nuclear fue presentada ante la Asamblea General y copatrocinada por 20 Estados parte del TPAN. Salvo los Estados con armas nucleares, la resolución obtuvo un respaldo abrumador: 144 votos a favor, 30 abstenciones.
De los Estados nucleares, Francia, Reino Unido y Rusia votaron en contra; Estados Unidos no registró voto; y, salvo China (que votó a favor), el resto (Israel, India, Pakistán y Corea del Norte) se abstuvieron formalmente.
Francia y el Reino Unido alegaron que un nuevo panel científico no aportaría “nada nuevo” al conocimiento existente. El Reino Unido expresó preocupación por el coste, a pesar de que el presupuesto total del panel es de solo 300.100 dólares—lo que equivale al coste de mantener la disuasión nuclear británica durante apenas dos horas. Imaginemos si ese panel, en cooperación con la Organización Mundial del Comercio, revelara el impacto económico de una guerra nuclear limitada sobre los sistemas socioeconómicos globales. Tales hallazgos son plausibles, dado el amplio mandato del panel: el Artículo 7 de la resolución pide apoyo de agencias como la OMS, el PMA, la FAO y la OMC, más allá de las obvias como el OIEA.
La disuasión como negación científica. Estudios sobre la autodisuasión demuestran que las decisiones de los líderes políticos sobre armas nucleares no se basan únicamente en estrategias militares, sino que están profundamente influenciadas por consideraciones morales y psicológicas. Muchos líderes no renuncian a su uso por temor a la derrota, sino para preservar su legitimidad internacional, evitar alienar aliados, proteger el sistema de no proliferación, y porque comprenden las consecuencias irreversibles para el planeta y las futuras generaciones. La idea de ser quien desencadene el fin de la civilización es difícil de afrontar incluso para los líderes más poderosos.
Incluso Donald Trump ha reconocido los peligros de las armas nucleares. En octubre de 2024 afirmó: “deshacernos de las armas nucleares sería muy bueno… son demasiado poderosas, es demasiado”, y recientemente declaró que “la capacidad destructiva es algo de lo que ni siquiera queremos hablar”, sugiriendo que EE.UU., China y Rusia podrían avanzar hacia la desnuclearización.
Esto quizás explica por qué los estudios actualizados sobre el impacto social del armamento nuclear son tan sensibles políticamente, y por qué algunos Estados se oponen al nuevo estudio (que, al fin y al cabo, es solo un estudio). Reconocer el impacto social global de las armas nucleares supone enfrentarse a las consecuencias inmanejables de su uso y cuestionar los fundamentos de la doctrina de la disuasión. Como señaló Robock en una entrevista con el Bulletin, si el aparato nuclear estadounidense “reconociera los impactos horrendos de una guerra nuclear, su teoría de la disuasión fracasaría”.
Sobrevivir más allá de los refugios. En última instancia, la seguridad de la humanidad no depende de la ubicación geográfica, sino del esfuerzo colectivo por reducir riesgos. Desde su entrada en vigor, el TPAN ha emergido como un foro inesperado pero indispensable para cuestionar si la lógica de la disuasión tiene sentido en un mundo que no puede permitirse las consecuencias del fracaso.
Iluminar los verdaderos impactos de una guerra nuclear permite desmontar teorías abstractas—como ocurrió en los años 80, cuando el pánico público ante el invierno nuclear impulsó avances en control armamentístico. Del mismo modo, la convergencia entre el nuevo estudio de impactos de la ONU y la iniciativa de seguridad del TPAN podría acabar con cualquier ilusión persistente de que una guerra nuclear pueda ser “gestionable”.
En tan solo cuatro años, el TPAN ha dejado de ser una caricatura de tratado simbólico. Ofrece algo que los foros tradicionales rara vez logran: la voluntad de confrontar las verdades incómodas sobre las armas nucleares, desde sus consecuencias humanitarias hasta la fragilidad de la disuasión. El TPAN no propone desmantelar el sistema de un día para otro; propone que tengamos el coraje y la visión de imaginar un futuro donde los arsenales nucleares—y la creencia de que los necesitamos—ya no existan.
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